Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
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Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui, escrita por Paramhansa Yogananda.
Este libro es un clásico espiritual que ha transformado la vida de miles de personas, incluyendo personajes como Steve Jobs y George Harrison.
Las joyas de sabiduría que nos ofrece Yogananda en su libro nos ayudan a expandir nuestra consciencia hacia el Gozo y la Dicha Divina. Tocando temas como la relación Gurú-discípulo; karma y reencarnación; mundos físico, astral y causal; milagros y poderes sobrehumanos; técnicas científicas para la comunión con Dios; la relación entre Hinduismo y Cristianismo; la vida de los santos; etc., esta Autobiografía resulta una enciclopedia absoluta del Yoga y la espiritualidad esencial para todo buscador de la verdad.
Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
Capítulo 11 - Dos Muchachos sin Dinero en Brindaban
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Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui de Paramhansa Yogananda.
Capítulo 11 – Dos muchachos sin dinero en Brindaban
En este capítulo Yogananda nos cuenta una fascinante historia personal sobre cómo Dios cuida de sus devotos en todos los aspectos de la vida ¡incluso en el serio campo de las finanzas!
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Hola querido amigo, querida amiga.
Bienvenidos a este episodio número quince de Autobiografía de un Yogui: Lectura y Comentarios.
El día de hoy vamos a leer el capítulo número once: Dos Muchachos Sin Dinero En Brindaban.
“¡Merecerías que nuestro padre te desheredara, Mukunda! ¡Qué tontamente estás desperdiciando tu vida!”. Un sermón de mi hermano mayor agredía mis oídos.
Jitendra y yo, frescos del tren (una forma de hablar, simplemente; estábamos cubiertos de polvo), acabábamos de llegar a casa de Ananta, trasladado recientemente de Calcuta a la antigua ciudad de Agra. Mi hermano era supervisor contable en el Ferrocarril Bengala-Nagpur.
“Sabes bien, Ananta, que busco la herencia de mi Padre Celestial”.
“Primero el dinero; ¡Dios vendrá después! ¿Quién sabe lo que puede suceder? La vida puede resultar demasiado larga”.
“Primero Dios; ¡el dinero es Su esclavo! ¿Quién puede decirlo? La vida puede resultar demasiado corta”.
Mi réplica fue dictada por las exigencias del momento y no contenía ningún presentimiento. Sin embargo las páginas del tiempo se desplegaron hacia una prematura irreversibilidad para Ananta; pocos años más tarde entró en el país en que los billetes de banco no son útiles ni al comienzo ni al final.
[Ver capítulo 25.]
“¡Sabiduría de ermita, supongo! Pero veo que has dejado Benarés”. Los ojos de Ananta brillaban de satisfacción; ya esperaba proteger mis alas en el nido familiar.
“¡Mi estancia en Benarés no fue en vano! ¡Allí encontré algo que mi corazón anhelaba! ¡Puedes estar seguro de que no se trataba de tu pundit y su hijo!”.
Ananta se unió a mi risa al recordarlo; tuvo que reconocer que el “clarividente” de Benarés que él eligió era miope.
“¿Qué planes tienes, mi nómada hermano?”.
“Jitendra me persuadió de venir a Agra. Aquí veremos las bellezas del Taj Mahal”, expliqué.
[El mundialmente famoso mausoleo.]
“Después nos reuniremos con mi recién encontrado gurú, que tiene una ermita en Serampore”.
Con hospitalidad Ananta dispuso todo para que estuviéramos cómodos. A lo largo de la tarde noté varias veces sus ojos fijos en mí en actitud reflexiva.
“¡Conozco esa mirada!”, pensé. “¡Está tramando algo!”.
El desenlace tuvo lugar durante el desayuno, que tomamos temprano.
“Así pues te sientes independiente del patrimonio paterno”. La mirada de Ananta era inocente mientras comenzaba de nuevo a lanzarme los dardos de la conversación de ayer.
“Soy consciente de mi dependencia de Dios”.
“¡Palabras!” ¡Hasta ahora la vida te ha protegido! ¡Te encontrarías en una situación difícil si te vieras forzado a depender de la Mano Invisible para tu alimentación y alojamiento! ¡Pronto estarías mendigando por las calles!”.
“¡Jamás! ¡No pondría mi fe en los transeúntes en lugar de ponerla en Dios! ¡Él puede concebir para Su devoto mil recursos fuera de la mendicidad!”.
“¡Más retórica! Supón que te sugiero que tu cacareada filosofía sea puesta a prueba en este mundo tangible”.
“¡Consentiría en ello! ¿Limitas a Dios al mundo especulativo?”.
“¡Veremos; hoy tendrás oportunidad de hacer más amplia o de ratificar mi visión de este asunto!”. Ananta se detuvo durante un efectista momento; después habló despacio y con seriedad.
“Te propongo enviaros esta mañana a ti y a tu condiscípulo Jitendra a la cercana ciudad de Brindaban. No debéis llevar una sola rupia; no debéis mendigar ni comida ni dinero; no debéis revelar a nadie el aprieto en que os encontráis; no debéis pasar por alto vuestras comidas; y no debéis quedar desamparados en Brindaban. ¡Si regresáis aquí, a mi casa, antes de los doce de la noche sin haber roto ninguna de las reglas de la prueba, seré el hombre más asombrado de Agra!”.
“Acepto el reto”. No había duda ni en mis palabras ni en mi corazón. Como destellos pasaron por mi mente agradecida los recuerdos de la Beneficencia Instantánea: mi curación del cólera mortal gracias a la petición hecha a la foto de Lahiri Mahasaya; el alegre regalo de las dos cometas en el tejado de Lahore con Uma; el oportuno amuleto en medio de mi desaliento; el decisivo mensaje por medio del desconocido sadhu de Benarés a la puerta de la casa del pundit; la visión de la Madre Divina y sus majestuosas palabras de amor; lo rápidamente que atendió, a través del Maestro Mahasaya, a mis nimias dificultades; su guía en el último momento que materializó mi diploma de enseñanza secundaria; y la gran ayuda final, mi Maestro vivo entre la bruma de los sueños de toda la vida. ¡Jamás admitiría que mi “filosofía” no estaba a la altura debida en el duro terreno de las múltiples pruebas del mundo!
“Tu buena voluntad te honra. Os acompañaré al tren ahora mismo”. Ananta se volvió hacia el boquiabierto Jitendra. “Tú debes seguirle como testigo y, posiblemente, ¡víctima acompañante!”.
Media hora después Jitendra y yo estábamos en posesión de billetes de ida para nuestro improvisado viaje. En un rincón apartado de la estación nos sometimos a un registro. Ananta pudo comprobar que no llevábamos provisiones escondidas. Nuestros simples dhotis no ocultaban más que lo necesario.
[Un dhoti es una prenda que se anuda a la cintura y cubre las piernas.]
Como la fe invadió el serio campo de las finanzas, mi amigo dijo en tono de protesta. “Ananta, dame una o dos rupias como salvaguarda. Así podré telegrafiarte en caso de desgracia”.
“¡Jitendra!”. Mi exclamación fue de claro reproche. “No seguiré con la prueba si aceptas dinero como medida de seguridad”.
“Hay algo tranquilizador en el tintineo de las monedas”. Como le miré severamente, Jitendra no dijo nada más.
“Mukunda, no soy cruel”. Un indicio de humildad se deslizó en la voz de Ananta. Tal vez le remordía la conciencia; quizá por enviar a dos chicos insolventes a una ciudad extraña; quizá por su propio escepticismo religioso. “Si por suerte o por gracia pasas con éxito la difícil experiencia de Brindaban, te pediré que me inicies como discípulo tuyo”.
Esta promesa tenía una cierta irregularidad, en armonía con lo poco convencional de la ocasión. En una familia india el hermano mayor raramente se inclina ante sus hermanos menores; recibe respeto y obediencia, teniendo sólo por encima de él al padre. Pero no había tiempo para hacer observaciones; nuestro tren estaba a punto de salir.
Jitendra mantenía un lúgubre silencio mientras el tren tragaba kilómetros. Por último se movió; inclinándose me pellizcó en un lugar delicado hasta producirme dolor.
“¡No veo ninguna señal de que Dios vaya a proporcionarnos la próxima comida!”.
“Tranquilo, escéptico Tomás; el Señor está trabajando para nosotros”.
“¿Puedes hacer que se dé prisa? Me muero de hambre con sólo pensar en la perspectiva que se presenta ante nosotros. Dejé Benarés para ver el mausoleo del Taj, ¡no para entrar en el mío!”.
“¡Ánimo, Jitendra! ¿No vamos a ver por primera vez las sagradas maravillas de Brindaban?
[Brindaban, en el distrito Muttra de las Provincias Unidas, es el Jerusalén hindú. Aquí desplegó el Señor Krishna su gloria para beneficio de la humanidad.]
Siento una profunda alegría al pensar que pisaremos la tierra santificada por los pies del Señor Krishna”.
La puerta de nuestro compartimento se abrió; se sentaron dos hombres. La siguiente parada del tren sería la última.
“Jovencitos, ¿tenéis amigos en Brindaban?”. El desconocido sentado frente a mí mostraba un sorprendente interés.
“¡No es asunto suyo!”. Desvié bruscamente la mirada.
“Probablemente estáis huyendo de casa bajo el encantamiento del Ladrón de Corazones.
[Ladrón de Corazones: Hari; un entrañable nombre que sus devotos dan al Señor Krishna.]
Yo mismo soy de temperamento devoto. Me encargaré de que recibáis alimento y refugio de este agobiante calor”.
“No, señor, déjenos solos. Es usted muy amable; pero se equivoca al creer que nos hemos escapado de casa”.
No hubo más conversación; el tren llegó a la parada. Cuando Jitendra y yo descendimos al andén, nuestros compañeros casuales nos cogieron del brazo y llamaron a un coche de caballos.
Nos detuvimos frente a una majestuosa ermita enclavada entre los árboles de hoja perenne de un terreno bien cuidado. Evidentemente nuestros benefactores eran bien conocidos aquí; un sonriente muchacho nos condujo sin comentarios a una sala. Pronto se reunió con nosotros una anciana de digno porte.
“Gauri Ma, los príncipes no pudieron venir”. Uno de los hombres se dirigió a la anfitriona del ashram. “En el último momento se desbarataron sus planes; os envían sus excusas. Pero hemos traído a estos dos invitados. Tan pronto como los encontramos en el tren, me sentí atraído hacia ellos como devotos del Señor Krishna”.
“Adiós, jóvenes amigos”. Nuestros dos conocidos se dirigieron hacia la puerta. “Nos volveremos a ver, si Dios quiere”.
“Sed bienvenidos”. Gauri Ma sonreía maternalmente a sus dos cargas inesperadas. “No pudisteis venir en mejor momento. Estaba esperando a dos mecenas reales de esta ermita. ¡Qué pena si mi comida no tuviera a nadie que la apreciara!”.
Estas apetitosas palabras tuvieron un efecto desastroso en Jitendra, que se echó a llorar. La “perspectiva” que había temido en Brindaban había resultado ser una atención de reyes; este brusco ajuste mental fue excesivo para él. Nuestra anfitriona le miró con curiosidad, pero sin comentarios; quizá estaba familiarizada con las anomalías adolescentes.
Se anunció la comida; Gauri Ma nos condujo a un comedor en el patio, sazonado de exquisitos olores. Ella se eclipsó en una cocina adjunta.
Yo había estado esperando este momento. Seleccionando el lugar apropiado de la anatomía de Jitendra, le administré un pellizco tan estrepitoso como el que él me había dado en el tren.
“Escéptico Tomás, el Señor trabaja ¡y además deprisa!”.
La anfitriona entró con un punkha. Sentados en unos adornados asientos, nos abanicaba rítmicamente a la manera oriental. Los discípulos del ashram pasaron de aquí para allá con unos treinta platos. Más que una “comida” puede describirse como un “suntuoso banquete”. Desde que llegamos a este planeta, Jitendra y yo no habíamos probado jamás tales delicias.
“¡Desde luego son platos de príncipes, Honorable Madre! ¡No puedo imaginar qué han podido encontrar los mecenas reales más urgente que asistir a este banquete! ¡Usted nos ha proporcionado un recuerdo para toda la vida!”.
Silenciados como estábamos por el requisito de Ananta, no pudimos explicar a la gentil dama que nuestro agradecimiento contenía un doble significado. Al menos nuestra sinceridad quedó patente. Nos marchamos con sus bendiciones y la atrayente invitación a volver a visitar la ermita.
Fuera hacía un calor inclemente. Mi amigo y yo buscamos la sombra de un señorial cadamba a la puerta de la ermita. Siguieron palabras ácidas; de nuevo Jitendra se veía acosado por la duda.
“¡Me has metido en un buen lío! ¡Nuestro almuerzo fue sólo fruto de la buena suerte accidental! ¿Cómo veremos los lugares interesantes de la ciudad sin tener una sola moneda? Y ¿cómo diablos vas a llevarme de regreso a casa de Ananta?”.
“Ahora que tienes el estómago lleno olvidas rápidamente a Dios”. Mis palabras, sin contener amargura, eran acusatorias. ¡Qué poca memoria tiene el ser humano para los favores divinos! No hay hombre que no haya visto concedidas algunas de sus súplicas.
“¡Lo que no puedo olvidar es mi estupidez al aventurarme a salir con un alocado como tú!”.
“¡Tranquilízate, Jitendra! El mismo Señor que nos alimentó nos enseñará Brindaban y nos llevará de regreso a Agra”.
Un joven menudo de apariencia agradable se acercó con paso rápido. Parándose bajo nuestro árbol, se inclinó ante mí.
“Querido amigo, usted y su compañero deben ser extraños aquí. Permítame que sea su anfitrión y guía”.
Hay pocas probabilidades de que un indio empalidezca, pero el rostro de Jitendra se puso pálido de repente. Yo decliné el ofrecimiento educadamente.
“No me apartará de su lado, ¿verdad?”. La alarma del desconocido hubiera sido cómica en otras circunstancias.
“¿Por qué no?”.
“Usted es mi gurú”. Me miraba confiadamente a los ojos. “Durante las oraciones del mediodía, el bendito Señor Krishna se me apareció en una visión. Me mostró a dos personas abandonadas bajo este mismo árbol. ¡Uno de los rostros era el suyo, maestro mío! ¡Le he visto a menudo meditando! ¡Qué alegría si acepta mis humildes servicios!”.
“También yo me alegro de que me encontraras. ¡Ni Dios ni los hombres nos han abandonado!”. Aunque estaba quieto, sonriendo al ansioso rostro que tenía frente a mí, una reverencia interior me arrojó a los Divinos Pies.
“Queridos amigos, ¿no querrían honrar mi casa con una visita?”.
“Eres muy amable; pero es un plan irrealizable. Ya somos huéspedes de mi hermano, en Agra”.
“Al menos concédanme el recuerdo de visitar Brindaban con ustedes”.
Consentí alegremente. El joven, que dijo llamarse Pratap Chatterji, llamó a un coche de caballos. Visitamos el Templo de Madanamohana y otros lugares sagrados de Krishna. La noche descendió mientras orábamos en el templo.
“Perdónenme mientras voy a por sandesh”.
[Sandesh: Un dulce indio.]
Pratap entró en una tienda cerca de la estación. Jitendra y yo paseamos por la ancha calle, abarrotada ahora que, por comparación, había refrescado. Nuestro amigo estuvo ausente algún tiempo, pero finalmente volvió trayendo muchos dulces de regalo.
“Por favor, permítame ganar este mérito religioso”. Pratad sonreía suplicante mientras nos tendía un fajo de billetes de rupia y dos billetes de tren, ya comprados, para Agra.
Mi reverencia al aceptarlo se dirigió a la Mano Invisible. Frente a las burlas de Ananta, Su generosidad ¿no había excedido largamente lo necesario?
Vimos un lugar apartado cerca de la estación.
“Pratap, te instruiré en el Kriya de Lahiri Mahasaya, el yogui más grande de los tiempos modernos. Su técnica será tu gurú”.
La iniciación quedó concluida en media hora. “Kriya es tu chintamani", le dije al nuevo alumno.
[Chintamani: Una gema mitológica con poder para conceder los deseos.]
“La técnica, que como ves es sencilla, contiene el arte de acelerar la evolución espiritual humana. Las escrituras hindúes enseñan que el ego encarnado necesita un millón de años para conseguir liberarse de maya. Este periodo natural se acorta enormemente gracias al Kriya Yoga. Así como Jagadis Chandra Bose ha demostrado que el crecimiento de las plantas puede acelerarse muy por encima de su ritmo normal, así el desarrollo psicológico del hombre puede ser acelerado también gracias a una ciencia interior. Practica con fe; te acercarás al Gurú de los gurús”.
“¡Me siento extasiado al encontrar esta llave yóguica largamente buscada! Pratad hablaba pensativo. “Los efectos que desencadenará sobre mis ataduras sensoriales me liberarán para alcanzar esferas más elevadas. La visión de hoy del Señor Krishna sólo podía significar mi mayor bien”.
Nos sentamos un momento en un silencio lleno de comprensión, después caminamos por la estación despacio. Me sentía interiormente feliz al subir al tren, pero para Jitendra éste era un día de llanto. Mi cariñosa despedida de Pratap se había visto interrumpida por los sollozos ahogados de mis dos compañeros. El viaje encontraba una vez más a Jitendra envuelto en un mar de pena. Esta vez no de sí mismo, sino contra sí mismo.
“¡Qué falta de confianza! ¡Tenía el corazón de piedra! ¡En el futuro no dudaré nunca más de la protección de Dios!”.
Se acercaba la medianoche. Los dos “Cenicientas” arrojados al mundo sin un céntimo, entraron en el dormitorio de Ananta. Tal como él mismo había prometido, ¡había que ver su cara de asombro! Silenciosamente regué la mesa de rupias.
“¡Jitendra, la verdad! El tono de Ananta era divertido. “¿Este joven no ha cometido un atraco?”.
Pero a medida que se desplegaba la historia, mi hermano se puso serio, después solemne.
“La ley de la oferta y la demanda llega a esferas más sutiles de lo que yo imaginaba”. Ananta hablaba con un entusiasmo espiritual que nunca antes había mostrado. “Por primera vez comprendo tu indiferencia ante las cámaras acorazadas y la vulgar acumulación de este mundo”.
A pesar de lo tarde que era, mi hermano insistió en recibir diksha8 en Kriya Yoga. El “gurú” Mukunda cargó en un día con la responsabilidad de dos discípulos no buscados.
A la mañana siguiente el desayuno se tomó en una armonía ausente el día anterior. Sonreí a Jitendra.
“No se te debe estafar el Taj. Vayamos a verlo antes de salir para Serampore”.
Despidiéndonos de Ananta, mi amigo y yo estuvimos pronto ante la gloria de Agra, el Taj Mahal. Mármol blanco deslumbrante al sol, se yergue como una visión de pura simetría. El decorado perfecto lo ponen los oscuros cipreses, el brillante césped y el tranquilo estanque. El interior es exquisito, tallado como de encajes incrustados de piedras semipreciosas. Delicadas guirnaldas y volutas surgen intrincadas de los mármoles en marrón y violeta. La iluminación de la bóveda cae sobre los cenotafios del Emperador Shah-Jahan y Mumtaz Mahall, reina del reino de su corazón.
¡Ya eran suficientes monumentos! Yo anhelaba a mi gurú. Jitendra y yo pronto estuvimos viajando hacia el Sur, en dirección a Bengala.
“Mukunda, hace meses que no veo a mi familia. He cambiado de idea; quizá visite más tarde a tu maestro en Serampore”.
Mi amigo, que puede ser descrito con dulzura como de temperamento vacilante, me dejó en Calcuta. En un tren local pronto estuve en Serampore, veinte kilómetros al Norte.
Me recorrió una vibración de asombro al darme cuenta de que habían pasado veintiocho días desde el encuentro con mi gurú en Benarés. “¡Vendrás a mi encuentro dentro de cuatro semanas!”. Aquí estaba, con el corazón palpitante, de pie en su patio en la tranquila Rai Ghat Lane. Entré por primera vez en la ermita donde iba a pasar los mejores momentos de los diez años siguientes con un Jyanavatar, “encarnación de la sabiduría”, de la India.