Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
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Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui, escrita por Paramhansa Yogananda.
Este libro es un clásico espiritual que ha transformado la vida de miles de personas, incluyendo personajes como Steve Jobs y George Harrison.
Las joyas de sabiduría que nos ofrece Yogananda en su libro nos ayudan a expandir nuestra consciencia hacia el Gozo y la Dicha Divina. Tocando temas como la relación Gurú-discípulo; karma y reencarnación; mundos físico, astral y causal; milagros y poderes sobrehumanos; técnicas científicas para la comunión con Dios; la relación entre Hinduismo y Cristianismo; la vida de los santos; etc., esta Autobiografía resulta una enciclopedia absoluta del Yoga y la espiritualidad esencial para todo buscador de la verdad.
Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
Capítulo 4 - Mi Interrumpida Huida al Himalaya - Parte I
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¿Es una señal o una prueba Divina? ¿Qué es la "Divina Melancolía"? ¿Cómo escuchar la intuición del corazón? ¿Dios tiene compasión?
En este episodio exploraremos estos temas mientras Yogananda nos cuenta sobre sus aventuras de adolescente tratando de huir hacia el Himalaya para encontrar a su Gurú.
Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui de Paramhansa Yogananda. Capítulo 4: Mi Interrumpida Huida al Himalaya
00:00 - Intro
00:11 - Lectura
13:26 - Comentarios
13:36 - La no-violencia y sus poderes.
14:48 - La Divina melancolía
15:59 - ¿Señal o prueba Divina?
18:28 - Cómo escuchar la intuición del corazón.
18:56 - El amor y la compasión de Dios
21:58 - ¿Cómo relacionarnos con Dios?
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Hola querido amigo, querida amiga. Bienvenidos a este episodio número seis de Autobiografía de un Yogui: Lectura y Comentarios.
El día de hoy vamos a leer la primera parte del capítulo cuatro: Mi Interrumpida Huida al Himalaya.
“Sal de clase con cualquier pretexto y contrata un coche de alquiler. Para en la callejuela donde no pueda verte nadie de mi casa”.
Éstas fueron mis últimas instrucciones a Amar Mitter, un amigo de la escuela secundaria que planeaba acompañarme al Himalaya. Habíamos elegido el día siguiente para nuestra huída. Era necesario tener precaución, pues Ananta estaba alerta. Sospechaba que los planes de escapada me preocupab an más que ninguna otra cosa y estaba decidido a desbaratarlos. El amuleto, como levadura espiritual, hacía silenciosamente su trabajo dentro de mí. Entre las nieves del Himalaya esperaba encontrar al maestro cuyo rostro se me aparecía con frecuencia en visiones.
Ahora la familia vivía en Calcuta, a donde mi padre había sido destinado definitivamente. Siguiendo la costumbre patriarcal india, Ananta había llevado a su novia a vivir a nuestra casa, en el número 4 de Gurpar Road. Allí, en una pequeña habitación del ático, yo me entregaba a la meditación diaria y preparaba mi mente para la búsqueda divina.
La memorable mañana llegó con una lluvia poco propicia. Al sentir las ruedas del coche de Amar en la calle, lié apresuradamente una manta, un par de sandalias, la foto de Lahiri Mahasaya, una copia del Bhagavad Gita, una sarta de cuentas para rezar y dos taparrabos. Tiré el fardo por la ventana de mi tercer piso. Corrí escaleras abajo y pasé por delante de mi tío, que compraba pescado en la puerta.
“¿A qué se debe tanta excitación?”. Su mirada me recorrió receloso.
Le dediqué una sonrisa evasiva y me dirigí a la callejuela. Recobrando mi lío, me uní a Amar con cautela conspiratoria. Nos dirigimos a Chadni Chowk, un centro comercial. Habíamos estado ahorrando dinero durante meses para comprar ropa inglesa. Sabiendo que mi astuto hermano podría jugar perfectamente el papel de detective, pensamos burlarle con un atuendo europeo.
Camino de la estación nos detuvimos para recoger a mi primo, Jotin Ghosh, a quien yo llamaba Jatinda. Era un converso reciente, anhelante de un gurú en el Himalaya. Se puso la nueva ropa que habíamos preparado. ¡Bien camuflados, esperábamos! Un profundo entusiasmo se adueñó de nuestro corazón.
“Lo que necesitamos ahora son zapatos de lona”. Conduje a mis compañeros a una tienda que vendía calzado con suelo de goma. “Los objetos de piel, conseguidos tan sólo con el sacrificio de los animales, deben estar ausentes de este viaje sagrado”. Me detuve en la calle para quitar la cubierta de piel de mi Bhagavad Gita y las tiras de cuero de mi salacot de confección inglesa.
En la estación sacamos billetes para Burdwan, donde proyectábamos hacer transbordo para Hardwar, en las estribaciones del Himalaya. Tan pronto como el tren, al igual que nosotros, se dio a la fuga, di rienda suelta a algunas de mis maravillosas expectativas.
“¡Imaginad!”, exclamé. “Seremos iniciados por los maestros y experimentaremos el éxtasis de la conciencia cósmica. Nuestro cuerpo se cargará con tal magnetismo, que los animales salvajes del Himalaya se nos acercarán dócilmente. ¡Los tigres no serán sino mansos gatos domésticos en espera de nuestras caricias!”.
Este comentario –pintando una perspectiva que yo consideraba fascinante tanto metafórica como literalmente– hizo aparecer una entusiasta sonrisa en Amar. Pero Jatinda desvió la mirada hacia la ventanilla, dirigiéndola hacia el huidizo paisaje.
“Dividamos el dinero en tres partes”. Jatinda rompió el silencio con esta sugerencia. “Cada uno comprará su propio billete en Burdwan. Así en la estación nadie supondrá que estamos fugándonos juntos”.
Asentí confiadamente. Nuestro tren llegó a Burdwan al anochecer. Jatinda entró en el despacho de billetes; Amar y yo nos sentamos en el andén. Esperamos quince minutos, después hicimos toda clase de indagaciones infructuosas. Buscando en todas direcciones, gritamos el nombre de Jatinda con el apremio del miedo. Pero se había desvanecido en la ignota oscuridad que envolvía la pequeña estación.
Yo estaba totalmente desconcertado, conmocionado por un extraño aturdimiento. ¡Que Dios consintiera este deprimente episodio! La romántica ocasión de mi primera huída cuidadosamente preparada en pos de Él era cruelmente echada a perder.
“Amar, tenemos que volver a casa”. Lloraba como un niño. “La desconsiderada partida de Jatinda es un mal presagio. Este viaje está condenado al fracaso”.
“¿Es ése tu amor por el Señor? ¿Eres incapaz de resistir la pequeña prueba de un compañero traidor?”.
Gracias a la sugerencia de Amar de una prueba divina, mi corazón se tranquilizó. Nos refrescamos con los famosos dulces de Burdwan, sitabhog (comida de diosas) y motichur (perlas dulces). Algunas horas más tarde tomamos el tren para Hardwar, vía Bareilly. En el transbordo en Moghul Serai, tratamos de un asunto vital mientras esperábamos en el andén.
“Amar, quizá pronto seamos interrogados minuciosamente por los funcionarios del ferrocarril. ¡No subestimo la astucia de mi hermano! No importa cuáles sean las consecuencia, yo no mentiré”.
“Mukunda, todo lo que te pido es que mantengas la calma. No te rías o hagas muecas mientras yo hablo”.
En ese momento me abordó un agente de estación europeo. Blandía un telegrama, cuya trascendencia comprendí inmediatamente.
“¿Estás huyendo de casa por un arrebato de enfado?”.
“¡No!”. Me alegré de que las palabras que eligió me permitieran responder con énfasis. Sabía que de mi comportamiento poco convencional no era responsable ningún enfado, sino “la más divina melancolía”.
El oficial se volvió hacia Amar. El duelo de ingenio que siguió difícilmente me permitió mantener la estoica gravedad recomendable.
“¿Dónde está el tercer chico?”. El hombre infundió un timbre de autoridad a su voz. “¡Vamos, di la verdad!”.
“Señor, veo que lleva usted gafas. ¿No ve que sólo somos dos?”. Amar sonrió con descaro. “No soy mago; no puedo hacer aparecer un tercer compañero”.
El funcionario, visiblemente desconcertado por su impertinencia, buscó un nuevo terreno de ataque.
“¿Cómo se llama usted?”.
“Me llamo Thomas. Soy hijo de madre inglesa y padre indio convertido al cristianismo”.
“¿Cómo se llama su amigo?”.
“Yo le llamo Thompson”.
Para entonces mis risas internas habían llegado al cenit; sin más ceremonias me dirigí hacia el tren, que pitaba para salir. Amar me siguió con el funcionario, que fue suficientemente crédulo y atento como para ponernos en un departamento para europeos. Evidentemente le dolía pensar que dos chicos medio ingleses viajaban en la sección asignada a los nativos. Una vez que salió, despidiéndose con toda cortesía, me eché hacia atrás en el asiento y reí sin poder contenerme. Mi amigo lucía una expresión de risueña satisfacción por haber sido más listo que un veterano funcionario europeo.
En el andén había logrado leer el telegrama. Era de mi hermano, decía lo siguiente: “Tres chicos bengalíes en ropa inglesa huyen de casa hacia Hardwar vía Moghul Serai. Por favor reténgalos hasta mi llegada. Generosa recompensa por sus servicios”.
“Amar, te dije que no dejaras horarios marcados en tu casa”. Mi mirada era de reproche. “Mi hermano ha debido encontrar uno”.
Mi amigo reconoció avergonzado la verdad. Nos detuvimos brevemente en Bareilly, donde Dwarka Prasad nos esperaba con un telegrama de Ananta. Mi viejo amigo intentó en vano retenernos; le convencí de que nuestra escapada no debía ser tomada a la ligera. Como en la ocasión anterior, Dwarka rechazó mi invitación de partir para el Himalaya.
Esa noche, mientras nuestro tren estaba detenido en una estación y yo estaba medio dormido, a Amar le despertó otro inquisitivo funcionario. También él cayó víctima del híbrido hechizo de “Thomas”y “Thompson”. El tren nos llevó triunfalmente a un amanecer en Hardwar. Las majestuosas montañas surgían en la distancia, invitándonos. Atravesamos la estación como un rayo y nos unimos a la libertad del gentío de la ciudad. Lo primero que hicimos fue cambiar nuestro traje por ropa autóctona, ya que por alguna razón Ananta había calado nuestro disfraz europeo. Una premonición de captura agobiaba mi mente.
Juzgando conveniente dejar de inmediato Hardwar, sacamos los billetes para Rishikesh, una tierra largamente santificada por los pies de muchos maestros. Yo ya había subido al tren, Amar quedó rezagado en el andén. Fue detenido repentinamente por el alto de un policía. Nuestro inoportuno guardián nos escoltó hasta una dependencia de la estación y se hizo cargo de nuestro dinero. Nos explicó cortésmente que era su deber retenernos hasta que llegara mi hermano mayor.
Al saber que nuestro objetivo al “hacer novillos” era el Himalaya, el funcionario nos contó una extraña historia.
“¡Veo que os vuelven locos los santos! Nunca encontraréis un hombre de Dios más grande que el que yo vi ayer, sin ir más lejos. Mi compañero y yo lo encontramos por primera vez hace cinco días. Estábamos patrullando por el Ganges, buscando, ojo avizor, a un asesino. Nuestras instrucciones eran capturarlo vivo o muerto. Se sabía que para robar a los peregrinos se hacía pasar por un sadhu. No muy lejos de nosotros divisamos a un personaje que se parecía a la descripción del criminal. No hizo caso de nuestra orden de detenerse. Cuando nos acercamos a él por la espalda, blandí mi hacha con una fuerza tremenda; el brazo derecho del hombre qued ó separado casi por completo del cuerpo.
“Sin protestar ni mirar siquiera la espantosa herida, el desconocido, por increíble que parezca, continuó su rápida marcha. Cuando nos plantamos delante de él, dijo tranquilamente.
“‘No soy el asesino que están buscando’.
“Yo me sentía profundamente apesadumbrado al ver que había herido la persona de un sabio de aspecto divino. Postrándome a sus pies, imploré su perdón y ofrecí mi turbante para contener los intensos borbotones de sangre.
“‘Hijo, fue sólo un error comprensible de tu parte’. El santo me miró con dulzura. ‘Vete y no te hagas reproches. La Madre Divina me cuidará’. Apretó su brazo colgante contra el muñón y… ¡se pegó!; inexplicablemente la sangre dejó de manar.
“‘Ven a verme bajo aquel árbol dentro de tres días y me encontrarás totalmente curado. Así no tendrás remordimientos’.
“Ayer mi camarada y yo fuimos con ansiedad al lugar señalado. El sadhu estaba allí y nos permitió examinar su brazo. ¡No mostraba cicatriz ni traza de herida!
“‘Me dirijo a Rishikesh de camino a las soledades del Himalaya’. Nos bendijo y se marchó rápidamente. Sentí que gracias a su santidad me había hecho mejor”.
El agente concluyó con una exclamación piadosa; era obvio que la experiencia le había conmovido más allá de su nivel espiritual acostumbrado. Con un gesto imponente me tendió un recorte sobre el milagro. En el incoherente estilo propio de los periódicos sensacionalistas (que, desafortunadamente, no faltan en la India), la versión del periodista estaba ligeramente exagerada: informaba que el sadhu casi había sido ¡decapitado!
Amar y yo lamentamos habernos perdido al gran yogui que podía perdonar a su perseguidor de una forma tan cristiana. La India, materialmente pobre desde hace dos siglos, tiene todavía una reserva inagotable de riqueza divina; de vez en cuando es posible encontrar “rascacielos” espirituales al borde del camino, incluso por parte de hombres mundanos como el policía.
Agradecimos al agente aliviar nuestro tedio con su maravillosa historia. Probablemente él estaba dando a entender que era más afortunado que nosotros: había conocido sin esfuerzo a un santo iluminado; nuestra ferviente búsqueda había terminado, no a los pies de un maestro, ¡sino en una tosca comisaría!