Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
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Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui, escrita por Paramhansa Yogananda.
Este libro es un clásico espiritual que ha transformado la vida de miles de personas, incluyendo personajes como Steve Jobs y George Harrison.
Las joyas de sabiduría que nos ofrece Yogananda en su libro nos ayudan a expandir nuestra consciencia hacia el Gozo y la Dicha Divina. Tocando temas como la relación Gurú-discípulo; karma y reencarnación; mundos físico, astral y causal; milagros y poderes sobrehumanos; técnicas científicas para la comunión con Dios; la relación entre Hinduismo y Cristianismo; la vida de los santos; etc., esta Autobiografía resulta una enciclopedia absoluta del Yoga y la espiritualidad esencial para todo buscador de la verdad.
Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
Capítulo 4 - Mi Interrumpida Huida al Himalaya - Parte II
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¿Cómo tomar decisiones? Expansión vs. contracción de la consciencia. ¿Cómo superar el mal karma? ¿Cómo debemos orar? ¿Qué es el magnetismo espiritual? ¿Cómo orar para sanar a los demás?
En este episodio exploraremos estos temas mientras Yogananda nos cuenta sobre sus aventuras de adolescente tratando de huir hacia el Himalaya para encontrar a su Gurú.
Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui de Paramhansa Yogananda. Capítulo 4: Mi Interrumpida Huida al Himalaya
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Hola querido amigo, querida amiga.
Bienvenidos a este episodio número siete de Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios.
Hoy vamos a comenzar con la segunda parte del capítulo cuatro: Mi Interrumpida Huida al Himalaya.
Tan cerca del Himalaya y sin embargo, en nuestra cautividad, tan lejos, le dije a Amar que me sentía doblemente impelido a buscar la libertad.
“Escapémonos a la menor oportunidad. Podemos ir a pie hasta la sagrada Rishikesh”. Sonreí de un modo alentador.
Pero mi compañero se había vuelto pesimista tan pronto como se nos retiró el fuerte puntal de nuestro dinero.
“Si nos aventuramos en una caminata a través de la peligrosa jungla, terminaremos, no en la ciudad de los santos, ¡sino en el estómago de los tigres!”.
Ananta y el hermano de Amar llegaron tres días más tarde. Amar recibió a su hermano cariñosamente y con alivio. Yo estaba irreconciliable. Todo lo que consiguió Ananta de mí fue una dura censura.
“Comprendo cómo te sientes”. Mi hermano hablaba en tono conciliador. “Lo único que te pido es que me acompañes a Benarés a conocer a cierto santo y vayas a Calcuta a pasar unos días con tu afligido padre. Después puedes reanudar aquí tu búsqueda de un maestro”.
Amar entró en ese momento en la conversación para afirmar que no tenía ninguna intención de volver a Hardwar conmigo. Estaba disfrutando del calor familiar. Pero yo sabía que por mi parte nunca abandonaría la búsqueda de mi gurú.
Nuestro grupo tomó el tren para Benarés. Allí tuve una singular e inmediata respuesta a mis oraciones.
Ananta había arreglado de antemano un astuto plan. Antes de ir a recogerme a Hardwar se había detenido en Benarés para pedir a cierta autoridad en las escrituras que me recibiera más tarde. El pundit y su hijo habían prometido emprender la tarea de disuadirme del sendero de un sannyasi.
[Sannyasi. Literalmente “renunciante”. De la raíz verbal sánscrita “apartar de sí”.]
Ananta me llevó a su casa. El hijo, un joven de maneras vivaces, me recibió en el patio. Me envolvió en un largo discurso filosófico. Pretendiendo tener un clarividente conocimiento de mi futuro, descartó mi idea de ser monje.
“¡Conocerás una desgracia continua y serás incapaz de encontrar a Dios si insistes en abandonar tus responsabilidades! No podrás agotar tu karma pasado sin experiencias mundanas”.
[Karma. Los efectos de las acciones del pasado, de esta vida o de vidas anteriores; de la raíz sánscrita kri, “hacer”.]
Las inmortales palabras de Krishna salieron de mis labios en respuesta: “Incluso la persona de peor karma que medite incesantemente en Mí, se deshace rápidamente de los efectos de sus malas acciones del pasado. Convirtiéndose en un ser dotado de una gran alma, pronto alcanza la paz eterna. Arjuna, ten esto por cierto: ¡el devoto que pone su confianza en Mí jamás perecerá!”.
[Bhagavad Gita, IX, 30-31. Krishna fue el mayor profeta de la India; Arjuna era su principal discípulo.]
Pero el contundente pronóstico del joven había hecho tambalearse ligeramente mi confianza. Con todo el fervor de mi corazón oré silenciosamente a Dios:
“¡Por favor, sácame del desconcierto y respóndeme aquí y ahora si quieres que lleve la vida de un renunciante o de un hombre de mundo!”.
Observé que un sadhu de noble semblante estaba de pie justo por fuera del patio de la casa del pundit. Evidentemente había oído la animada conversación entre el supuesto clarividente y yo, pues el extraño me llamó a su lado. Sentí que de sus calmados ojos fluía un tremendo poder.
“Hijo, no escuches a ese ignorante. En respuesta a tu oración, el Señor me dice que te asegure que tu único sendero es el de renunciante”.
Con asombro y gratitud sonreí feliz al recibir este mensaje decisivo.
“¡Despréndete de ese hombre!”. El “ignorante” me llamaba desde el patio. Mi santo guía levantó la mano bendiciéndome y se marchó despacio.
“Ese sadhu está tan loco como tú”. Fue el pundit anciano quien hizo esta encantadora observación. Él y su hijo me miraban lúgubremente. “He oído que también él abandonó su hogar en una vaga búsqueda de Dios”.
Me di media vuelta. Le dije a Ananta que no quería enzarzarme en más discusiones con nuestros anfitriones. Mi hermano estuvo de acuerdo conmigo en marcharnos inmediatamente; pronto tomamos el tren para Calcuta.
“Señor detective, ¿cómo descubrió usted que había huido con dos compañeros?”. Descargué en Ananta mi viva curiosidad en el viaje hacia casa. Sonrió maliciosamente.
“En el colegio supe que Amar había salido de clase y no había vuelto. A la mañana siguiente fui a su casa y encontré un horario de trenes marcado. El padre de Amar acababa de salir en un carruaje y estaba hablando con el cochero.
“‘Hoy mi hijo no viene conmigo. ¡Ha desaparecido!’, gemía el padre.
“Le oí decir a un compañero que su hijo y otros dos, vestidos con trajes europeos, se subieron al tren en la estación de Howrah’, dijo el hombre. ‘Le regalaron sus zapatos de piel al cochero’.
“Así pues tenía tres pistas, el horario de trenes, el trío de chicos y las ropas inglesas”.
Escuchaba las revelaciones de Ananta con una mezcla de risa y disgusto. ¡Nuestra generosidad hacia el cochero había sido un tanto desacertada!
“Por supuesto mandé rápidamente telegramas a los funcionarios de estación de las ciudades que Amar había señalado en el horario de trenes. Había marcado Bareilly, así que telegrafié a tu amigo Dwarka. Después de preguntar en nuestra vecindad de Calcuta, supe que tu primo Jatinda había estado ausente una noche, pero que había llegado a casa a la mañana siguiente con atuendo inglés. Fui a buscarle y le invité a cenar. Aceptó, desarmado por la manera amistosa de conducirme. Por el camino le llevé insospechadamente a una comisaría. Se vio rodeado por varios agentes que yo había elegido con anterioridad por su fiera apariencia. Bajo su temible mirada, Jatinda consintió en relatar su misteriosa conducta.
“‘Salí hacia el Himalaya con un fuerte sentimiento espiritual’, explicó. ‘Me sentía lleno de inspiración ante la perspectiva de conocer a los maestros. Pero en cuanto Mukunda dijo, “Durante nuestros éxtasis en las cuevas del Himalaya, los tigres quedarán hechizados y nos rodearán como gatitos”, mi ánimo se congeló; en mi frente aparecieron gotas de sudor. “¿Cómo?”, pensé. “Si la despiadada naturaleza de los tigres no se transforma gracias al poder espiritual de nuestro éxtasis, ¿nos tratarán con la delicadeza de gatos domésticos?”. Con los ojos de la mente ya me veía prisionero forzoso en el estómago de algún tigre, entrando en él no de una sola vez, con todo el cuerpo, ¡sino por entregas de cada una de sus numerosas partes!’”.
Mi enojo por la desaparición de Jatinda se evaporó con la risa. La graciosísima continuación en el tren me compensó de toda la angustia que me había causado. Debo confesar que sentí una ligera satisfacción: ¡tampoco Jatinda se había escapado del encontronazo con la policía!
“Ananta, ¡has nacido para sabueso! Mi risueña mirada no estaba exenta de exasperación.
[Ananta. Yo siempre me dirigía a él como Ananta-da. Da es un sufijo que reciben en la India los hermanos mayores por parte de los hermanos y hermanas pequeños.]
“Y le diré a Jatinda que me alegro de que se viera empujado, no por el ánimo de traicionarnos, como parecía, ¡sino sólo por el prudente instinto de conservación!”.
Ya en casa, en Calcuta, mi padre me pidió enternecedoramente que pusiera freno a mis andariegos pies, al menos hasta que terminara los estudios en la escuela secundaria. En mi ausencia, movido por la ternura, había concebido la idea de acordar con un santo pundit, Swami Kebalananda, que viniera a casa regularmente.
[Swami Kebalananda. Cuando le conocí, Kebalananda todavía no había ingresado en la Orden de los Swamis y se le llamaba normalmente “Shastri Mahasaya”. Para evitar confusiones con el nombre de Lahiri Mahasaya y con el Maestro Mahasaya (capítulo 9), me referiré a mi profesor de sánscrito únicamente por su nombre monástico de Swami Kebalananda. Su biografía se ha publicado recientemente en bengalí. Nacido en el distrito bengalí de Khulna en 1863, Kebalananda abandonó su cuerpo en Benarés a la edad de setenta y siete años. Su nombre de familia era Ashutosh Chatterji.]
“El sabio será tu profesor de sánscrito”, me anunció mi padre lleno de confianza.
Mi padre esperaba satisfacer mi anhelo religioso gracias a las enseñanzas de un docto filósofo. Pero las tornas se volvieron sutilmente: mi nuevo profesor, lejos de ofrecerme arideces intelectuales, avivó las brasas de mi aspiración por Dios. Mi padre no sabía que Swami Kebalananda era un exaltado discípulo de Lahiri Mahasaya. El incomparable gurú tenía miles de discípulos, atraídos hacia él silenciosamente por su magnetismo divino. Más tarde supe que Lahiri Mahasaya con frecuencia calificaba a Kebalananda de rishi y sabio iluminado.
Hermosos y abundantes bucles enmarcaban el bello rostro de mi profesor. Sus oscuros ojos eran candorosos, con la transparencia de los de un niño. Todos los movimientos de su ligero cuerpo se distinguían por su apacible calma. Siempre amable y cariñoso, estaba firmemente establecido en la conciencia infinita. Muchas de nuestras felices horas juntos pasaron en profunda meditación Kriya.
Kebalananda era considerado una autoridad en los antiguos shastras o libros sagrados: su erudición le había valido el título de “Shastri Mahasaya”, con el que era designado normalmente. Pero mis progresos en erudición sánscrita no fueron de notar. Yo buscaba cualquier oportunidad para olvidar la prosaica gramática y hablar de yoga y de Lahiri Mahasaya. Un día mi profesor me complació contándome algo de su propia vida con el maestro.
“Con rara fortuna, pude permanecer cerca de Lahiri Mahasaya durante diez años. Su casa en Benarés era mi destino nocturno de peregrinación. El gurú estaba siempre en su pequeño salón del frente, en el primer piso. Mientras se sentaba en postura de loto en un asiento de madera sin respaldo, sus discípulos, en semicírculo, formaban a su alrededor una guirnalda. Sus ojos centelleaban y danzaban con el júbilo de la divinidad. Estaban siempre medio cerrados, asomándose por la órbita telescópica interior a una esfera de gozo eterno. Casi nunca hablaba extensamente. A veces su mirada se fijaba en un alumno que necesitaba ayuda; curativas palabras eran vertidas entonces como un torrente de luz.
“Una paz indescriptible me invadía al ver al maestro. Su fragancia me penetraba como si procediera de un loto del infinito. Estar con él, aún sin intercambiar una palabra durante días, fue una experiencia que transformó todo mi ser. Si cualquier invisible barrera se levantaba en el camino de mi concentración, meditaba a los pies del gurú. Allí se ponían fácilmente a mi alcance los más sutiles estados. Tales percepciones se me escapaban en presencia de maestros menores. El maestro vivía en el templo de Dios, cuyas puertas secretas se abrieron para todos los discípulos a través de la devoción.
“Lahiri Mahasaya no era un intérprete libresco de las escrituras. Se sumergía sin esfuerzo en la ‘biblioteca divina’. De la fuente de su omnisciencia se derramaban espumas de palabras, se rociaban pensamientos. Poseía la maravillosa llave con que abrir la profunda ciencia filosófica encerrada en los Vedas hace tanto tiempo. Si se le pedía que explicara los diferentes planos de conciencia mencionados en los textos antiguos, accedía con una sonrisa.
[Vedas. Los antiguos cuatro Vedas contienen los más de 100 libros canónicos existentes. En su Diario, Emerson rinde el siguiente tributo al pensamiento védico: “Es sublime como el calor y la noche y un mar en calma. Contiene todos los sentimientos religiosos, todas las grandes éticas que visitan las nobles mentes poéticas… No sirve de nada dejar el libro a un lado; si me confío a los bosques o a una barca en la laguna, la Naturaleza hace de mí un Brahmin: necesidad constante, compensación constante, insondable poder, ininterrumpido silencio … Éste es su credo. Paz, me dice y pureza y absoluto abandono, estas panaceas expían todo pecado y te llevan a la beatitud de los Ocho dioses”.]
“‘Experimentaré esos estados y enseguida os diré lo que percibo’. Era diametralmente opuesto a los profesores que confían las escrituras a la memoria y después ofrecen abstracciones que no han probado por si mismos.
“‘Por favor, explica las estrofas sagradas tal como se te pase por la mente’. Con frecuencia el taciturno gurú daba esta instrucción a algún discípulo cercano. ‘Yo guiaré tus pensamientos, que se plasme la interpretación correcta’. De esta forma se registraron muchas de las percepciones de Lahiri Mahasaya, con voluminosos comentarios de distintos alumnos.
“El maestro jamás abogó por la creencia servil. ‘Las palabras son sólo un caparazón’, decía. ‘Obtened la convicción de la presencia de Dios a través de vuestro feliz contacto personal durante la meditación’.
“Fuera cual fuera el problema del discípulo, el gurú aconsejaba Kriya Yoga para solucionarlo.
“‘La llave yóguica no perderá su eficacia para guiaros cuando yo deje de estar presente en el cuerpo. Esta técnica no puede prohibirse, archivarse u olvidarse, como lo hacen las inspiraciones teóricas. Continuad incesantemente por el sendero de la liberación a través de Kriya, cuyopoder reside en la práctica’.
“Considero Kriya el recurso de salvación gracias al esfuerzo personal más efectivo desarrollado jamás en la búsqueda humana del Infinito”. Kebalananda concluyó con esta ferviente declaración. “Utilizándolo, el Dios omnipotente oculto en todo hombre se encarnó visiblemente en Lahiri Mahasaya y en algunos de sus discípulos”.
Lahiri Mahasaya realizó en presencia de Kebalananda un milagro similar a los de Cristo. Mi santo profesor me contó la historia un día, con los ojos muy lejos del texto sánscrito que teníamos delante.
“Un discípulo ciego, Ramu, despertaba en mí una viva piedad. ¿Sus ojos debían carecer de luz cuando servía con fe a nuestro maestro, en quien resplandecía la Divinidad? Una mañana quise hablar con Ramu, pero estuvo sentado durante horas abanicando pacientemente al gurú con una hoja de palma de punkha hecha a mano. Cuando el devoto salió por fin de la habitación, le seguí.
“‘Ramu, ¿desde cuando estás ciego?’.
“‘¡Desde que nací, señor! Mis ojos jamás han sido bendecidos con un destello del sol’.
“‘Nuestro omnipotente gurú puede ayudarte. Por favor, pídeselo’.
“Al día siguiente Ramu se acercó tímidamente a Lahiri Mahasaya. El discípulo se sentía casi avergonzado al pedir que la riqueza física se sumara a su superabundancia espiritual.
“‘Maestro, el Iluminador del cosmos está en usted. Le ruego que traiga Su luz a mis ojos para que pueda percibir hasta el más ligero resplandor del sol’.
“‘Ramu, alguien se ha confabulado para ponerme en una situación difícil. Yo no tengo poderes curativos’.
“‘Señor, sin duda el Uno Infinito que está en su interior puede curar’.
“‘Eso es otra cosa, Ramu. ¡Dios no tiene límite! Quien enciende las estrellas y las células del cuerpo con misteriosa vida refulgente, sin duda puede llevar a tus ojos el brillo de la visión’.
“El maestro tocó la frente de Ramu en el entrecejo.
[Entrecejo. El asiento del ojo espiritual u “ojo único”. Al morir, normalmente la conciencia del ser humano es atraída hacia ese lugar sagrado; esto explica que los difuntos tengan los ojos levantados.]
“‘Concentra aquí tu mente y durante siete días canta con frecuencia el nombre del profeta Rama. El esplendor del sol tendrá un amanecer especial para ti’.
[Rama. El personaje principal del poema épico sánscrito titulado Ramayana.]
“¡Así se cumplió, en una semana! Por primera vez Ramu contempló el hermoso rostro de la naturaleza. El Uno Omnisciente dirigió infaliblemente a su discípulo a repetir el nombre de Rama, adorado por él por encima de los demás santos. La fe de Ramu era el arado suelo devocional en que brotó la poderosa semilla de la curación permanente del gurú”. Kebalananda guardó silencio durante un momento, a continuación rindió un tributo más a su gurú.
“En todos los milagros realizados por Lahiri Mahasaya, era evidente que jamás permitía que el principio del ego se considerara la fuerza causativa.
[Ego. Ahamkara, egoísmo; literalmente “Yo hago”. La causa primordial de la dualidad o engaño de maya, por la cual el sujeto (ego) se presenta como objeto; los individuos imaginan que son los creadores.]
"Gracias a su perfecta entrega sin resistencia, el maestro podía hacer que el Poder Curativo Absoluto fluyera a través de él.
“Las numerosas personas que fueron espectacularmente curadas por Lahiri Mahasaya finalmente tuvieron que alimentar el fuego de la cremación. Pero los silenciosos despertares espirituales que efectuó, los discípulos similares a Cristo que moldeó, son sus milagros imperecederos”.
Nunca me convertí en un erudito en sánscrito; Kebalananda me enseñó la sintaxis divina.