Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios

Capítulo 5 - Un "Santo de los Perfumes" Muestra sus Prodigios

Aarón Reséndiz Episode 8

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"Dios es simple. Todo lo demás es complejo". ¿Cuál es la verdadera felicidad?

En este episodio exploraremos estos temas mientras Yogananda nos cuenta sobre su encuentro con el "Santo de los Perfumes", quien logra manifestar perfumes florales milagrosamente.

Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui de Paramhansa Yogananda. Capítulo 5: Un "Santo de los Perfumes" muestra sus prodigios.

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Hola querido amigo, querida amiga. Bienvenidos a este episodio número ocho de "Autobiografía de un Yogui: Lectura y Comentarios".

El día de hoy vamos a leer el capítulo cinco: Un "Santo de los Perfumes" Muestra sus Prodigios.

“Todo tiene su estación y cada cosa bajo los cielos su momento”.

No poseía la sabiduría de Salomón para consolarme; cada vez que salía de casa buscaba por todas partes el rostro del gurú que me estaba destinado. Pero mi camino no se cruzó con el suyo hasta que no terminé los estudios secundarios.

Pasaron dos años desde que huí con Amar hacia el Himalaya hasta el gran día en que Sri Yukteswar llegó a mi vida. En el ínterin conocí a varios sabios, el “Santo de los Perfumes”, el “Swami de los Tigres”, Nagendra Nath Bhaduri, el Maestro Mahasaya y el famoso científico bengalí Jagadis Chandra Bose.

Mi encuentro con el “Santo de los Perfumes” tuvo dos preámbulos, uno armonioso y otro humorístico.

“Dios es simple. Todo lo demás es complejo. No busques valores absolutos en el mundo relativo de la naturaleza”.

Estos tajantes aforismos filosóficos penetraron dulcemente en mi oído mientras me encontraba en un templo de pie ante una imagen de Kali.

[Kali representa el principio eterno de la naturaleza. Tradicionalmente se representa como una mujer con cuatro brazos, de pie sobre el cuerpo del Dios Shiva o el Infinito, porque la naturaleza, o el mundo fenoménico, están enraizados en el noúmeno. Los cuatro brazos simbolizan los atributos fundamentales, dos beneficiosos, dos destructivos, indicando la dualidad esencial de la materia o creación.]

Al volverme me hallé frente a un hombre cuya vestimenta, o la falta de ella, lo revelaba como a un sadhu errante.

“¡Verdaderamente ha penetrado usted en el desconcierto de mis pensamientos!”. Sonreí agradecido. “¡La confusión de aspectos benévolos y terribles de la naturaleza ha dejado perplejas a mentes más sabias que la mía!”.

“¡Son pocos los que resuelven su misterio! El bien y el mal son los desafiantes enigmas que la vida sitúa como esfinges ante la inteligencia. Al no hallar la solución, la mayoría de los hombres paga su vida como prenda, el mismo castigo hoy que en los días de Tebas. De vez en cuando alguna imponente figura solitaria no se da por vencida. Arranca a la dualidadde maya la verdad sin fisuras de lo uno”.

[Ilusión cósmica; literalmente “el medidor”. Maya es el poder mágico de la creación por el cual las limitaciones y divisiones están aparentemente presentes en lo Inconmensurable e Inseparable.

Emerson escribió el siguiente poema, que tituló Maya:

La ilusión trabaja impenetrable,
Tejiendo delicadas telas sin fin,
Sus alegres dibujos nunca se acaban,
Se apiñan, velo sobre velo,
Encantadora que será creída
Por el hombre sediento de engaño.]

“Habla usted con convicción, señor”.

“He ejercitado durante mucho tiempo una introspección honrada, el sumamente doloroso acercamiento a la sabiduría. El autoestudio, la observación incesante de los propios pensamientos, es una experiencia dura y aplastante. Pulveriza el ego más fuerte. Pero el autoanálisis veraz opera matemáticamente para producir profetas. El camino de la ‘autoexpresión’, del reconocimiento individual, da como resultado ególatras, seguros de su derecho a sus propias interpretaciones de Dios y el universo”.

“Sin duda la Verdad se retira humildemente ante tan arrogante originalidad”. Estaba disfrutando de la conversación.

“El hombre no puede comprender la verdad eterna hasta que no se libera de sus pretensiones. La mente humana, expuesta a un fango de siglos, hierve con la repugnante vida de incontables engaños mundanos. ¡Las luchas de los campos de batalla se vuelven insignificantes cuando el hombre se enfrenta por primera vez con sus enemigos interiores! ¡No son mortales estos enemigos a quienes hay que vencer con un terrible despliegue de fuerzas! Omnipresentes, incansables, persiguiendo al hombre mientras duerme, equipados sutilmente con armas miasmáticas, estos soldados de los ignorantes deseos intentan darnos muerte a todos nosotros. Irreflexivo es el hombre que entierra sus ideales, abandonándose al destino común. ¿Puede parecer otra cosa que impotente, torpe, ignominioso?

“Respetado señor, ¿no siente usted compasión por las masas perplejas?”.

El sabio guardó silencio durante un momento, después respondió indirectamente.

“Amar a la vez al invisible Dios, Depositario de Todas las Virtudes y al visible hombre, que aparentemente no posee ninguna ¡resulta a veces dificilísimo! Pero el ingenio está a la altura del laberinto. La búsqueda interior pronto deja al descubierto aquello en que todas las mentes humanas se unen, la afinidad incondicional por los móviles egoístas. En cierto modo, al menos se pone de manifiesto la fraternidad humana. Una horrorizada humildad sigue a este descubrimiento nivelador. Hace madurar la compasión por nuestros semejantes, ciegos a los potenciales curativos del alma que esperan ser explorados”.

“Señor, los santos de todos los tiempos se han compadecido como usted de los sufrimientos del mundo”.

“Sólo el hombre superficial es insensible a las desgracias de las vidas ajenas, mientras se ahoga en sus estrechos dolores”. El austero rostro del sadhu se suavizó notablemente. “Quien practique la autodisección con escalpelo conocerá un desarrollo de la piedad universal. Se le otorgará un alivio en las exigencias ensordecedoras de su ego. El amor de Dios florecerá en tal terreno. La criatura retornará finalmente a su Creador, si no por otra razón, por preguntar angustiosamente: ‘¿Por qué, Señor, por qué?’. Gracias al vil látigo del dolor, el hombre es conducido por fin ante la Presencia Infinita, cuya belleza debería ser lo único que le atrajera.

El sabio y yo nos encontrábamos en el Templo Kalighat de Calcuta, a donde yo había ido para contemplar su afamada magnificencia. Mi compañero ocasional rechazó la recargada solemnidad con un gesto aplastante.

“Los ladrillos y la argamasa nos cantan una melodía inaudible; el corazón sólo se abre al humano canto del ser”.

Dimos un paseo al acogedor sol de la entrada, donde multitud de devotos iban de aquí para allá.

“Eres joven”. El sabio me contempló pensativo. “La India también es joven. Los antiguos rishis establecieron modelos indelebles de vida espiritual. 

[Los rishis, literalmente “profetas”, fueron los autores de los Vedas en un antigüedad indeterminada.]

Sus viejos aforismos son suficientes para el día de hoy y para este país. Sin quedar anticuados, sin ser cándidos ante la astucia del materialismo, los preceptos disciplinarios todavía modelan la India. Durante milenios, ¡más de los que los turbados eruditos quieren calcular!, el escéptico Tiempo ha demostrado la validez de los Vedas. Tómalos como herencia”.

Mientras me despedía reverentemente del elocuente sadhu, me reveló una clarividente percepción:

“Antes de que te vayas hoy de aquí se cruzará en tu camino una experiencia poco común”.

Abandoné los recintos del templo y vagué sin rumbo. Al torcer una esquina me encontré con un viejo conocido, uno de esos prolijos individuos cuyo amor por la conversación ignora el tiempo y abraza la eternidad.

“Te dejaré libre en un momento si me cuentas todo lo que ha sucedido en los seis años que hace que no nos vemos”.

“¡Qué paradoja! Tengo que dejarte ahora mismo”.

Pero me agarró de la mano, arrancándome los cotilleos a la fuerza. Era como un lobo hambriento, pensé divertido; cuanto más hablaba yo, con más avidez olfateaba las noticias. Interiormente pedí a la diosa Kali que tramara un airoso medio de escape.

Mi acompañante me dejó de repente. Suspiré con alivio y paz redoblada, temiendo pavorosamente una recaída en la fiebre parlanchina. Oyendo pasos rápidos detrás de mí, aceleré la marcha. No me atrevía a mirar hacia atrás. Pero de un salto, el joven me alcanzó, agarrándome jovialmente por los hombros.

“Olvidé hablarte de Gandha Baba (El santo de los perfumes), que honra con su presencia aquella casa”. Señaló una vivienda unos metros más allá. “Vete a conocerle; es interesante. Puedes tener una experiencia poco común. Adiós”. Y se fue de verdad.

Me transmitió la misma predicción, con las mismas palabras, que el sadhu en el Templo Kalighat. Absolutamente intrigado, entré en la casa y se me hizo pasar a un espacioso salón. Multitud de personas estaban sentadas, a la manera oriental, en una gruesa alfombra de color naranja. Un susurro de respeto y reverencia llegó a mis oídos:

“Observa a Gandha Baba en la piel de leopardo. Puede dar un perfume natural a las flores inodoras o reavivar una flor marchita o conseguir que la piel de una persona desprenda una deliciosa fragancia”.

Miré al santo directamente; su rápida mirada se fijó en mí. Era rollizo y llevaba barba, de piel oscura y grandes y relucientes ojos.

“Hijo, me alegro de verte. Dime qué deseas. ¿Quieres algún perfume?”.

“¿Para qué?”. Su observación me pareció casi pueril.

“Para experimentar una forma milagrosa de disfrutar de los perfumes”.

“¿Utilizando a Dios para crear olores?”.

“¿Por qué no? De todas formas Dios crea perfumes”.

“Sí, pero Dios crea delicados recipientes de pétalos para utilizar frescos y desecharlos. ¿Puede usted materializar flores?”.

“Materializo perfumes, amiguito”.

“En ese caso las fábricas de olores quedarán sin trabajo”.

“¡Dejaré que continúen con su industria! Mi único objetivo es demostrar el poder de Dios”.

“Señor, ¿es necesario probar a Dios? ¿No realiza Él milagros en todo, en todas partes?”.

“Sí, pero también nosotros deberíamos manifestar algo de su infinita variedad creativa”.

“¿Cuánto tiempo tardó en dominar su arte?”.

“Doce años”.

“¡Para fabricar olores astralmente! Me parece, mi honorable santo, que ha malgastado doce años en conseguir fragancias que puede obtener por unas pocas rupias en cualquier floristería”.

“Los perfumes se desvanecen con las flores”.

“Los perfumes se desvanecen con la muerte. ¿Por qué desear lo que sólo complace al cuerpo?”.

“Señor filósofo, me agrada usted. Ahora extienda la mano derecha”. Hizo un gesto de bendición.

Yo me encontraba a poca distancia de Gandha Baba; nadie estaba lo suficientemente cerca como para tocar mi cuerpo. Extendí la mano, que el yogui no tocó.

“¿Qué perfume desea?”.

“Rosas”.

“Que así sea”.

Para gran sorpresa por mi parte, la encantadora fragancia de las rosas se desprendió de la palma de mi mano. Sonriendo cogí una gran flor blanca e inodora de un florero cercano.

“¿Puede esta flor sin olor impregnarse de jazmín?”.

“Así sea”.

Instantáneamente la fragancia del jazmín brotó de los pétalos. Le di las gracias al sorprendente fabricante y me senté cerca de uno de sus seguidores. Me informó de que Gandha Baba, cuyo verdadero nombre era Vishudhananda, había aprendido muchos asombrosos secretos del yoga de un maestro del Tíbet. El yogui tibetano, me aseguró, había vivido más de mil años.

“Su discípulo Gandha Baba no siempre realiza sus proezas con los perfumes de la simple forma verbal que usted ha presenciado”. El estudiante hablaba de su maestro con evidente orgullo. “Sus procedimientos difieren enormemente en concordancia con los diversos temperamentos. ¡Es maravilloso! Muchos miembros de la intelectualidad de Calcuta figuran entre sus seguidores”.

Interiormente tomé la resolución de no sumarme a su número. Un gurú demasiado literalmente “maravilloso” no era de mi gusto. Expresando cortésmente mi agradecimiento a Gandha Baba, me marché. De camino a casa reflexioné sobre los tres distintos encuentros que el día me había deparado.

Al entrar por nuestra puerta en Gurpar Road me encontré con mi hermana Uma.

“¡Estás volviéndote muy elegante, usando perfume!”.

Sin decir nada, le indiqué con un gesto que oliera mi mano.

“¡Qué fragancia de rosas tan atrayente! ¡Es excepcionalmente intensa!”.

Pensando que era “intensamente excepcional”, llevé a su nariz la flor aromada astralmente.

“¡Oh, adoro el jazmín!”. Cogió la flor. El desconcierto y una expresión de absurdo atravesaron su rostro mientras aspiraba repetidamente el olor a jazmín de una flor que ella sabía muy bien que era inodora. Sus reacciones echaron por tierra mi sospecha de que Gandha Baba había producido un estado de autosugestión gracias al cual sólo yo podía detectar las fragancias.

Más tarde supe por un amigo, Alakananda, que el “Santo de los Perfumes” tenía un poder que desearía que poseyeran los millones de hambrientos de Asia y, actualmente, también de Europa.

“Me encontraba, junto con otros cien huéspedes, en la casa de Gandha Baba en Burdwan”, me dijo Alakananda. “Era una ocasión de gala. Como el yogui tenía fama de poseer el don de hacer aparecer objetos por arte de magia, riéndome le pedí que materializara unas mandarinas, que estaban fuera de estación. Inmediatamente los luchis que había en todos los platos de hoja de banano, se hincharon.

[Pan indio plano y redondo.]

Cada uno de los envoltorios del pan resultó contener una mandarina pelada. Mordí la mía con cierto temor, pero estaba deliciosa”.

Años más tarde comprendí, por descubrirlo interiormente, cómo llevaba a cabo sus materializaciones Gandha Baba. El método, ¡desafortunadamente!, está fuera del alcance de las multitudes hambrientas del mundo.

Los distintos estímulos sensoriales a los que reacciona el ser humano –táctil, visual, gustativo, auditivo y olfativo– están producidos por diferencias en la vibración de los electrones y protones. A su vez las vibraciones están reguladas por “vitatrones”, fuerzas vitales sutiles o energías más sutiles que las atómicas, cargadas inteligentemente con cinco ideas-sustancias sensoriales distintas.

Gandha Baba, sintonizándose con la fuerza cósmica por medio de determinadas prácticas yóguicas, era capaz de reordenar la estructura de los vitatrones y objetivar los resultados deseados. Sus perfumes, frutas y otros milagros eran realmente materializaciones de vibraciones ordinarias y no sensaciones internas producidas hipnóticamente.

[El gran público apenas puede comprender los enormes progresos de la ciencia del siglo veinte. Actualmente, en los centros de investigación de todo el mundo, está haciéndose realidad la transmutación de los metales y otros sueños de los alquimistas. El eminente químico francés M. Georges Claude realizó en 1928, en Fontainebleau, “milagros” ante una asamblea de científicos, gracias a su conocimiento de las transformaciones químicas del oxígeno. Su “varita mágica” era simplemente oxígeno que burbujeaba en un tubo sobre una mesa. El científico “transformó un puñado de arena en piedras preciosas, llevó hierro a un estado que parecía chocolate fundido y, después de privar a las flores de sus matices, las convirtió en vidrio consistente.

“El señor Claude explicó cómo, gracias a las transformaciones del oxígeno, podrían obtenerse del mar millones de caballos de vapor; cómo para hervir agua no es necesario el calor; cómo un pequeño montón de arena puede convertirse, con el simple soplo de la cerbatana de oxígeno, en zafiros, rubíes y topacios; y predijo que llegará el día en que será posible caminar sobre el mar sin el más mínimo equipo de inmersión. Por último el científico pasmó a sus espectadores volviendo sus caras negras al eliminar el color rojo de los rayos del sol”.

Este destacado científico francés ha producido aire líquido gracias a un método de expansión que le ha permitido separar los distintos gases del aire y ha descubierto diversas formas de utilizar mecánicamente las diferencias de temperatura del agua de mar.]

La realización de milagros tales como los que exhibía el “Santo de los Perfumes” es espectacular, pero inútil espiritualmente. Sin tener mucho más objetivo que el entretenimiento, son digresiones de una búsqueda seria de Dios.

El hipnotismo ha sido utilizado por los médicos en operaciones menores, con personas en quienes la anestesia puede resultar peligrosa, como una especie de cloroformo psíquico. Pero el estado hipnótico es perjudicial para quienes se someten a él con frecuencia; produce efectos psicológicos negativos que con el tiempo dañan el cerebro. El hipnotismo invade el territorio de la conciencia de otra persona. Sus fenómenos temporales no tienen nada en común con los milagros llevados a cabo por seres de realización divina. Despiertos en Dios, los verdaderos santos producen cambios en este mundo onírico gracias a su voluntad armoniosamente sintonizada con el Creativo Soñador Cósmico.

Hacer ostentación de poderes extraordinarios es censurado por los maestros. El místico persa Abu Said se rió en una ocasión de ciertos fakires que estaban orgullosos de sus milagrosos poderes sobre el agua, el aire y el espacio.

“¡También una rana se siente en casa en el agua!”, señaló Abu Said con ligero desprecio. “¡El cuervo y el buitre vuelan fácilmente; el demonio está simultáneamente presente en el Este y el Oeste! ¡Es un verdadero hombre quien vive rectamente entre sus semejantes, quien compra y vende, pero no olvida ni por un instante a Dios!”. En otra ocasión el gran profesor persa dio así su visión de la vida religiosa: “Dejar a un lado lo que llevas en el corazón (deseos y ambiciones egoístas); ofrecer libremente lo que tienes en la mano; ¡y no inmutarte jamás ante los golpes de la adversidad!”.

Ni el imparcial sabio del templo Kalighat ni el cualificado yogui tibetano satisficieron mi anhelo de un gurú. Mi corazón no necesitaba un tutor para comprender qué debía valorar y lanzaba sus propios “¡Bravo!” sonoramente, ya que pocas veces eran provocados desde el silencio. Cuando finalmente encontré a mi maestro, él me enseñó, sólo con su sublime ejemplo, la medida del verdadero hombre.