Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
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Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui, escrita por Paramhansa Yogananda.
Este libro es un clásico espiritual que ha transformado la vida de miles de personas, incluyendo personajes como Steve Jobs y George Harrison.
Las joyas de sabiduría que nos ofrece Yogananda en su libro nos ayudan a expandir nuestra consciencia hacia el Gozo y la Dicha Divina. Tocando temas como la relación Gurú-discípulo; karma y reencarnación; mundos físico, astral y causal; milagros y poderes sobrehumanos; técnicas científicas para la comunión con Dios; la relación entre Hinduismo y Cristianismo; la vida de los santos; etc., esta Autobiografía resulta una enciclopedia absoluta del Yoga y la espiritualidad esencial para todo buscador de la verdad.
Autobiografía de un Yogui - Lectura y comentarios
Capítulo 10 - Encuentro a mi Maestro, Sri Yukteswar - Parte I
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00:00 - Introducción
00:12 - Lectura
16:11 - Comentarios
16:26 - ¿Cómo traer a Dios a todos los aspectos de nuestra vida?
22:10 - ¿Cómo darle poder a tus oraciones, afirmaciones y visualizaciones?
24:14 - ¿Cómo la meditación nos ayuda en todos los aspectos de nuestra vida?
25:23 - ¿Cuál es la cosa más importante en la vida?
26:38 - ¿Qué hacer con los apegos familiares?
28:49 - ¿Cómo espiritualizar la comida?
30:53 - ¿Qué es el magnetismo de las personas y cómo nos afecta?
32:32 - ¿Cómo llenarnos de energía sin depender de comida, aire, agua, etc.?
En este episodio exploraremos estos temas mientras Yogananda nos cuenta las experiencias que preceden el encuentro con su Gurú, Sri Yukteswar.
Lectura y comentarios sobre la Autobiografía de un Yogui de Paramhansa Yogananda.
Capítulo 10: Encuentro a mi Maestro, Sri Yukteswar.
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Hola querido amigo, querida amiga. Bienvenidos a este episodio número trece de la Autobiografía de un Yogui: Lectura y Comentarios.
El día de hoy vamos a leer la primera parte del capítulo diez:
Encuentro a mi Maestro, Sri Yukteswar.
“La fe en Dios puede producir cualquier milagro excepto uno, aprobar un examen sin estudiar”. Cerré con desagrado el libro que había cogido en un momento de ocio.
“La excepción del escritor muestra su total falta de fe”, pensé. “¡Pobre hombre, tiene un gran respeto a quemarse las pestañas!”.
Había prometido a mi padre que terminaría mis estudios secundarios. No pretendo hacerme pasar por un estudiante diligente. Los últimos meses me habían encontrado con menos frecuencia en el aula que en los apartados lugares de baño, ghats, de Calcuta. Los terrenos crematorios colindantes, especialmente espeluznantes por la noche, son considerados por el yogui sumamente atractivos. Quien ha encontrado la Esencia Inmortal, no puede sentir consternación ante unas simples calaveras. La debilidad humana queda clara en la lúgubre morada de una miscelánea de huesos. Así pues mis vigilias nocturnas eran de una naturaleza bastante distinta de las de un estudiante.
La semana de exámenes finales en la Escuela Secundaria Hindú se acercaba rápidamente. Este periodo de interrogatorios, como los lugares sepulcrales, inspira un bien conocido terror. No obstante mi mente estaba en paz. Desafiando a los sarcófagos, había exhumado una sabiduría que no se encuentra en las conferencias de los paraninfos. Pero carecía del arte de Swami Pranabananda, que aparecía con tanta facilidad en dos sitios a la vez. Mi dilema docente era claramente una cuestión a resolver por el Ingenio Infinito. Así razonaba, aunque a muchos mi razonamiento les parecerá ilógico. La irracionalidad del devoto surge de miles de demostraciones inexplicables de la asistencia de Dios en los momentos de dificultad.
“¡Hola Mukunda! ¡Apenas te he visto estos días!”. Un compañero de clase me abordó en Gurpar Road una tarde.
“¡Hola Nantu! Mi invisibilidad en la escuela me ha puesto en una situación decididamente embarazosa”. Me desahogué ante su amistosa mirada.
Nantu, que era un estudiante brillante, se rió a carcajadas. Mi aprieto no carecía de un aspecto cómico.
“¡No estás preparado en absoluto para los exámenes finales! ¡Supongo que será cosa mía ayudarte!”.
Estas simples palabras comunicaron promesas divinas a mis oídos; visité con presteza la casa de mi amigo. Él me explicó por encima las soluciones de los distintos problemas que consideraba serían planteados por los profesores.
“Estas preguntas son el cebo con que harán caer a muchos chicos confiados en la trampa. Recuerda mis respuestas y escaparás ileso”.
La noche estaba muy avanzada cuando me marché. Reventando de erudición sin madurar, recé con devoción para que se mantuviera conmigo durante los siguientes críticos días. Nantu me había preparado en diversas asignaturas, pero, acuciado por el tiempo, había olvidado el sánscrito. Fervientemente le recordé a Dios el descuido.
A la mañana siguiente salí a dar un pequeño paseo, adaptando mis nuevos conocimientos al ritmo de mis pasos. Al tomar un atajo que atravesaba un solar invadido de malas hierbas, mi mirada cayó sobre unas hojas sueltas impresas. Un salto triunfante demostró que se trataba de versos sánscritos. Busqué a un pundit para que me ayudara con mi insegura interpretación. Su c álida voz llenó el aire con la belleza melosa, sin aristas, de la antigua lengua.
“Posiblemente estos excepcionales versos no le serán de ayuda en su examen de sánscrito”. Concluyó escépticamente el erudito.
Pero la familiaridad con aquel poema concreto me permitió pasar al día siguiente el examen de sánscrito. Gracias a la experta ayuda de Nantu, también conseguí la calificación mínima para salir con éxito en las demás asignaturas.
Mi padre estaba satisfecho de que hubiera mantenido mi palabra y finalizado el curso en la escuela secundaria. Mi gratitud se apresuró a dirigirse a Dios, cuya sola guía percibía en mi visita a Nantu y mi paseo por la inhabitual ruta del solar lleno de escombros. Juguetonamente había dado una doble expresión a Su oportuno plan de rescate.
Me topé con aquel libro que había descartado porque su autor negaba la primacía de Dios en las aulas de examen. No puede contener la risa ante mi propio comentario silencioso:
“¡Sólo aumentaría la confusión de este individuo si le contara que la meditación divina entre cadáveres es un atajo para conseguir un diploma en la escuela secundaria!”.
Con mi nuevo grado ya podía proyectar abiertamente el abandono del hogar. Junto con un joven amigo, Jitendra Mazumdar, decidí ingresar en la ermita Mahamandal de Benarés y recibir su disciplina espiritual.
[Jitendra. No se trataba de Jatinda (Jotin Ghosh) ¡a quien se recordará por su oportuna aversión a los tigres!]
Una mañana me embargó el desconsuelo al pensar en separarme de mi familia. Desde la muerte de mi madre me había encariñado especialmente con mis dos hermanos pequeños, Sananda y Bishnu. Subí corriendo a mi retiro, el pequeño ático testigo de tantas escenas de mi turbulenta sadhana.
[Sadhana. Camino o sendero prelimar hacia Dios.]
Después de dos horas inundado en lágrimas me sentí totalmente transformado, como si hubiera sido lavado con un detergente de alquimia. Todos los apegos desaparecieron; mi resolución de buscar a Dios como el Amigo de los amigos se impuso granítica en mi interior. Terminé rápidamente los preparativos del viaje.
[Apegos. Las escrituras hindúes enseñan que los apegos familiares son engañosos si impiden al devoto buscar al Dador de todos los bienes, incluyendo el de los familiares amados, para no mencionar la misma vida. Del mismo modo Jesús enseñó: “¿Quién es mi madre? y ¿quiénes son mis hermanos?”. (Mateo 12:48).]
“Te hago una última súplica”. Mi padre se sentía angustiado cuando me presenté ante él para la bendición final. “No nos abandones ni a mí ni a tus afligidos hermanos y hermanas”.
“Reverendo padre, ¡cómo podría expresarte mi amor por ti! Pero todavía mayor es mi amor por el Padre Celestial, que me ha hecho el regalo de un padre perfecto en la tierra. Deja que me vaya para que un día vuelva con una mayor comprensión divina”.
Con el consentimiento paterno dado a regañadientes, salí para encontrarme con Jitendra, ya en Benarés, en la ermita. Al llegar, el joven swami director, Dyananda, me recibió cordialmente. Alto y delgado, de aire pensativo, me impresionó favorablemente. Su hermoso rostro tenía la serenidad de Buda.
Me gustó que mi nuevo hogar tuviera un ático, donde me las arreglé para pasar las horas del amanecer y la mañana. Los miembros del ashram, conociendo poco las prácticas de meditación, pensaban que debía emplear todo mi tiempo en los deberes de la organización. Me elogiaban por mi trabajo de la tarde en la oficina.
“¡No intentes atrapar a Dios tan pronto!”. Esta burla por parte de uno de mis compañeros del ashram acompañó una de mis tempranas escapadas al ático. Me dirigí a Dyananda, ocupado en su pequeño sanctasanctórum sobre el Ganges.
“Swamiji, no entiendo qué se me pide aquí.
[Swamiji. Ji es un sufijo habitual de respeto, utilizado particularmente para dirigirse a alguien directamente; así “swamiji”, “guruji”, “Sri Yukteswarji”, “paramhansaji”.]
Estoy buscando la percepción directa de Dios. Sin Él no pueden satisfacerme la afiliación a una organización, ni a un credo, ni la realización de buenas obras”.
El religioso de túnica naranja me dio una palmadita cariñosa. Representando un reproche fingido amonestó a unos cuantos discípulos cercanos. “No molestéis a Mukunda. Aprenderá nuestras costumbres”.
Oculté educadamente mis dudas. Los estudiantes salieron de la habitación, sin acusar demasiado el castigo. Dyananda tenía algo más que decirme.
“Mukunda, veo que tu padre te envía dinero con regularidad. Por favor devuélveselo; aquí no lo necesitas. Una segunda orden con respecto a tu disciplina concierne a la comida. Aún cuando estés hambriento, no lo menciones”.
Si el hambre se reflejaba en mis ojos, no lo sé. Que pasaba hambre eso yo lo sabía demasiado bien. La hora invariable de la primera comida en la ermita eran las doce del mediodía. En casa estaba acostumbrado a un gran desayuno a las nueve.
Las tres horas de diferencia se me hacían cada día más interminables. Lejos quedaban los años de Calcuta en que regañaba al cocinero por un retraso de diez minutos. Ahora intentaba controlar el apetito; un día emprendí un ayuno de veinticuatro horas. Esperé la llegada del mediodía siguiente con ganas redobladas.
“El tren de Dyanandaji viene con retraso; no comeremos hasta que llegue”. Jitendra me trajo estas demoledoras noticias. Como gesto de bienvenida al swami, que había estado ausente durante dos semanas, se habían preparado muchos manjares exquisitos. Un apetitoso aroma llenaba el aire. Al no ofrecerse nada más, ¿qué otra cosa podía tragar sino el orgullo de haber ayunado con éxito desde el día anterior?
“¡Señor, acelera el tren!”. El Proveedor Celestial no podía estar incluido en la prohibición con que Dyananda me había impuesto silencio. Sin embargo la Atención Divina estaba en otro lugar; el lento y pesado reloj recorrió las horas una tras otra. Descendía la oscuridad cuando nuestro director entró por la puerta. Mi recibimiento fue de una alegría no fingida.
“Dyanandaji se bañará y meditará antes de que podamos servir la comida”. Jitendra se me acercó de nuevo como pájaro de mal agüero.
Yo estaba cerca del colapso. Mi joven estómago, nuevo en las privaciones, protestaba con persistente vigor. Ante mí pasaban escenas de las víctimas de la hambruna.
“La próxima muerte por inanición en Benarés ocurrirá inmediatamente en esta ermita”, pensaba. La inminente muerte fue evitada a las nueve. ¡Llamada de ambrosía! En mi memoria aquella comida está vívidamente grabada como uno de los momentos perfectos de la vida.
A pesar de mi intensa concentración pude observar que Dyananda comía distraído. Por lo visto estaba por encima de mis burdos placeres.
“Swamiji, ¿no tenía usted hambre?”. Felizmente saciado, me encontraba solo con el director en su estudio.
“¡Oh, sí! Pasé los últimos cuatro días sin comer ni beber. Jamás como en los trenes, llenos de las heterogéneas vibraciones de la gente mundana. Observo estrictamente las normas shástricas para los monjes de mi orden.
[Pertenecientes a los shastras, literalmente “libros sagrados”, que comprenden cuatro tipos de obras: los shruti, smriti, purana y tantra. Estos extensos tratados cubren todos los aspectos de la vida religiosa y social y los campos de las leyes, medicina, arquitectura, artes, etc. Los shrutis son escrituras oídas “directamente” o “reveladas”, los Vedas. Los smritis o saber “recordado” fueron recogidos por escrito en un remoto pasado, como los poemas épicos más largos del mundo, el Mahabharata y el Ramayana. Los Puranas son literalmente alegorías “antiguas”; tantras significa literalmente “ritos” o “ceremonias”; estos tratados transmiten profundas verdades bajo el velo de un simbolismo minucioso.]
“Ciertos problemas de nuestro trabajo en la organización ocupan mi mente. Esta noche descuidé mi cena. ¿Qué prisa hay? Mañana me ocuparé de comer de forma adecuada”. Se rió alegremente.
La vergüenza se extendió por mi interior como un ahogo. Pero el día de tortura pasado no era fácil de olvidar; me aventuré a hacer otra observación.
“Swamiji, estoy desconcertado. Suponga que por seguir sus instrucciones no pido nunca comida y nadie me la da. Me moriría de hambre”.
“¡Muérete entonces!”. Este alarmante consejo hendió el aire. “¡Muere si debes hacerlo, Mukunda! ¡No admitas jamás que vives gracias al poder del alimento y no al poder de Dios! ¡Él, que ha creado todas las formas de alimento, Él, que nos ha otorgado el apetito, verá sin duda que Su devoto está padeciendo! ¡No creas que es el arroz quien te sostiene o que el dinero o los hombres te respaldan! ¿Podrían ser de ayuda si el Señor retira de ti el aliento vital? Ellos son simplemente Sus instrumentos indirectos. ¿Es gracias a alguna habilidad tuya por lo que tu estómago digiere el alimento? ¡Utiliza la espada del discernimiento, Mukunda! ¡Corta la cadena de los intermediarios y percibe la Causa Única!
Sus incisivas palabras me calaron hasta la médula. Con ellas desapareció un antiguo engaño por el cual los imperativos corporales burlaban a los del alma. Aquí y ahora saboreaba la autosuficiencia del Espíritu. ¡En cuántas ciudades extrañas, en mi futura vida de viajar incesante, tuve ocasión de comprobar lo útil de esta lección aprendida en la ermita de Benarés!